El rugido del viento se mezclaba con el ensordecedor trueno que acababa de partir el cielo. El coche, una potente máquina que ahora se sentía como una lata vacía, se había deslizado sobre el asfalto mojado. Estaba a punto de caer al acantilado, la rueda delantera ya suspendida sobre el vacío, la niebla engulléndolo todo. El miedo me estaba paralizando. Mis músculos se tensaron, incapaces de moverme o girar el volante. El coche tembló, un leve bamboleo que anunciaba el final, y yo cerré los ojos, esperando lo peor.Entonces, en medio de mi pánico, un grito rasgó la niebla, una voz familiar cargada de una desesperación abrumadora.—¡Aurora, por favor!Sentí un golpe brusco contra el lado del conductor. Alexander había saltado de su coche y, con una rapidez increíble, había logrado abrir mi puerta. Se movió en un frenesí controlado, realizando las maniobras necesarias. El coche gimió, pero por fortuna, logró entrar y girar el volante con una fuerza brutal, estabilizando el vehículo a du
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