Noah recuperó la compostura cuando llegó a su departamento.La noche en Ciudad de México era engañosamente tranquila. Afuera, el murmullo distante de autos y pasos se mezclaba con el eco húmedo de la ciudad; adentro, su hermano, Nico Lucarte, antes llamado André Strozzi, estaba encorvado en una silla incómoda frente al escritorio. Sus dedos se movían con precisión sobre el teclado, rozando las teclas como si fueran piezas de un instrumento que conocía de memoria. No miraba a Noah, miraba el código que se desplegaba a toda velocidad. —Listo —dijo Nico, sin apartar la vista de la pantalla—. Ya estoy dentro.Noah arqueó una ceja.—¿Dentro de qué?Nico sonrió de lado, esa sonrisa que anticipaba problemas. — De ti, hermano… o, mejor dicho, de tu vida entera. Servidores, correos, cuentas, contratos… todo replicado aquí, en tiempo real.Noah se inclinó hacia la pantalla, incapaz de entender cómo había pasado por alto el muro de seguridad que el gobierno italiano había levantado alrededor d
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