Askeladd había sido claro desde el primer momento: no iba a permitir que nada ni nadie lo detuviera. Ni siquiera Azucena. En el fondo de su mente, había llegado a anticipar la posibilidad de que la loba, con ese corazón que él intuía herido pero aún capaz de sentir compasión, intentara detenerlo. Se imaginaba que, quizás, en un arranque de misericordia, ella le suplicara que no lo matara, que le pidiera que encontrara otra forma de castigarlo, o que lo forzara a cambiar.Tal vez —pensaba él con cierto desdén— Azucena podría creer en la idea absurda de que Milord aún podía redimirse, que con el tiempo podría convertirse en un Rey justo, en un Alfa respetable y digno de guiar a los suyos. Solo imaginarlo lo irritaba, le revolvía las entrañas, porque para Askeladd semejante clemencia era una debilidad imperdonable.No soportaba la idea de que alguien pudiera abogar por la vida de un lobo que no merecía ni el aire que respiraba. Por eso se adelantó a cualquier súplica que ella pudiera pron

Azucena parpadeó varias veces, desconcertada, como si las palabras del Rey Alfa no acabaran de asentarse en su mente. La sorpresa se reflejaba en su rostro y en la forma en que sus labios temblaron antes de abrirse, incapaces de articular una respuesta instantánea.Nunca imaginó que escucharía algo semejante de él, no después de tantos días en los que su vida dentro de la alcoba había parecido un encierro perpetuo, una rutina de silencio y espera. Las indicaciones que acababa de recibir la dejaban con una sensación extraña: era libertad, sí, pero no una completa, sino una concesión cuidadosamente medida.Sin embargo, a ella le resultaba imposible no cuestionarse qué había motivado ese cambio. ¿Por qué Askeladd, de pronto, le estaba permitiendo salir de su encierro? ¿Por qué ahora, después de haber sido tan inflexible antes? La duda se le aferraba al corazón y en su interior volvió a la conversación de la noche anterior. Quizá lo que le había confesado había despertado algo en él, tal

Azhren ladeó el rostro hacia él, arqueando una ceja.—¿Insignificante? ¿A qué te refieres?El mayordomo vaciló unos segundos. No tenía autorización para revelar demasiado, y aún menos para hablar sobre la Loba Roja. Estaba estrictamente prohibido que su presencia en el Gran Pabellón fuese expuesta a otros que no hayan sido aprobados por Askeladd.Finalmente, optó por dar una explicación limitada, recurriendo a lo evidente.—Es solo una esclava —respondió con sequedad—. Como puede observar, lleva un collar en el cuello, y también se le ha sido puesta la marca de esclava en la nuca. Azhren entrecerró los ojos, perplejo. No era un lobo ingenuo ni mucho menos, conocía bien las políticas que Askeladd había impuesto en toda Sterulia. Su desconcierto se hizo aún mayor mientras seguía con la vista a la loba, que se alejaba por el pasillo con la misma ligereza con la que había aparecido.—¿Una esclava? —repitió, incrédulo—. ¿Dentro del Gran Pabellón? Tengo entendido que el Gran Alfa había pue

Cuando Azhren salió del estudio del Gran Alfa, aún llevaba encima la presión de la reunión que lo había mantenido encerrado allí por más de tres horas. Se dirigía con cierta prisa hacia la alcoba que le habían asignado, deseoso de descansar y ordenar en silencio sus propios pensamientos.Fue en medio de ese trayecto, entre columnas altas y la penumbra dorada de los candelabros, que la escena lo obligó a detenerse. En dirección contraria avanzaba la loba de cabello naranja, acompañada por Beatriz. Azhren la observó al pasar. Sus ojos la siguieron sin que pudiera evitarlo, atrapados en la imagen de aquella melena que se derramaba en ondas sobre su espalda, encendiéndose como fuego bajo la luz del corredor. El desconcierto volvió a instalarse en su interior. ¿Qué hacía esa loba caminando libremente por los pasillos del Gran Pabellón? ¿Por qué se desplazaba como si perteneciera a un rango mayor, cuando en teoría no era más que una esclava? Azhren sabía que los esclavos de confianza podí

Azucena mantuvo la cabeza gacha en señal de obediencia.—Sí… claro, señor. ¿Qué quiere que haga?Azhren esbozó una sonrisa torcida y, sin darle tiempo a reaccionar, extendió la mano y la tomó bruscamente del brazo.—Ven. Te lo explicaré en cuanto lleguemos.Azucena se sobresaltó ante aquel contacto repentino, pues el agarre en su brazo la hizo sentirse atrapada y vulnerable, pero no protestó. No se atrevió siquiera a emitir un quejido. El recuerdo de sus palabras y de su rango como Delta retumbaba en su mente: no podía desobedecer. Así que, en silencio, dejó que él la guiara con pasos largos por los pasillos del Gran Pabellón.Azhren, fastidiado por la distancia hasta su propia alcoba, se detuvo frente a una de las muchas habitaciones vacías. Giró la manija y empujó las puertas sin dudarlo.—Entra —ordenó.Azucena obedeció y avanzó con pasos inseguros hacia el centro de la estancia, mientras él cerraba la puerta tras ellos. El chasquido de la madera al encajarse en el marco resonó dem