El nuevo ciclo me pesó más que el anterior. No porque las inyecciones dolieran más —al contrario, ya casi mi cuerpo había aprendido a soportarlas—, sino porque esta vez lo sentía diferente. El médico había marcado las fechas con precisión quirúrgica: dosis de hormonas, ecografías, análisis… todo llevaba a ese segundo intento que decidiría, otra vez, mi destino en esta casa. El día de la transferencia amaneció con una calma extraña, ya no me sentía como la vez anterior, quizás porque ya tuve experiencia y sé que no es doloroso. Luca me acompañó como la primera vez, pero estaba distinto. Menos impaciente, menos explosivo, como si la furia que siempre lo rodeaba se hubiera escondido detrás de una máscara de frialdad. Se sentó a mi lado en el consultorio, sin soltar mi mano, aunque no dijo mucho. Cuando la tranferencia terminó, que esta vez fue un poco más lento que la anterior, nos sentamos a escuchar las recomendaciones del doctor. —Doce días otra vez —explicó el médico, con su tono
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