El vaivén del catamarán es suave, pero constante, como una respiración que nunca se detiene. Bajo nosotros, el mar se abre en reflejos plateados y esmeraldas, y el sonido del agua golpeando contra los costados llega en oleadas, hipnótico y casi tranquilizador. Casi. Porque dentro de mí, la calma es un espejismo luego del beso que acabamos de darnos. La manera en que se siente ahora después de haber compartido nuestros cuerpos.Alexander y yo tomamos asiento en la mesa central, donde los camareros ya empiezan a disponer los platos con una precisión ensayada. La brisa marina revuelve mechones de mi cabello, pegándolos a mi rostro, y aunque intento apartarlos con disimulo, mi atención estaba fija en Charlotte. Ella se mueve con esa gracia estudiada, como la dueña del momento, como si el mar mismo obedeciera a sus gestos.Cuando los primeros entrantes son servidos, mi pecho se contrae. Frente a mí hay un cóctel de camarones, alto, brillante, cuidadosamente decorado, el olor a mar abriéndo
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