La noche había caído cuando abandonaron la casona. El auto negro los esperaba en el camino, con el motor encendido y las luces iluminando la carretera solitaria. El aire estaba impregnado de humedad, y un silencio denso se cernía sobre ellos, como si la propia tierra guardara lo que habían desenterrado horas antes.
Valentina subió sin pronunciar palabra. Sentía la garganta seca, los ojos cansados y la piel erizada de tensión. La revelación de aquel sótano seguía pesando en su pecho como una piedra imposible de levantar.
Alexander tomó el volante y arrancó. Sus manos firmes se movían con una calma que a ella le resultaba insoportable. Él no parecía perturbado, como si ya hubiera aceptado hacía años el peso de la verdad.
Durante los primeros kilómetros, ninguno habló. El único sonido era el del motor y el golpeteo de las ramas contra el parabrisas cuando el viento arreciaba. Valentina miraba por la ventanilla, pero la oscuridad era tan densa que solo alcanzaba a ver destellos de árboles