La noche había caído sobre la ciudad con una calma engañosa. Las luces cálidas de las farolas se reflejaban en el pavimento húmedo y el aire traía ese olor particular de las ciudades europeas después del atardecer: piedra antigua, hojas mojadas, promesas no dichas.Emma cerró la puerta del apartamento con cuidado. Alejandro ya estaba dentro. No sentado, no relajado. De pie, junto a la ventana, con las manos en los bolsillos y la espalda rígida.Ella supo, en el instante en que lo vio, que no iba a ser una conversación fácil.—Sofía ya se durmió —dijo Emma, rompiendo el silencio—. Estaba cansada.Alejandro asintió, sin girarse aún.—Me alegra haberla llevado hoy —respondió—. Necesitaba ese tiempo con ella.El silencio volvió a instalarse, pesado, incómodo. Emma dejó el bolso sobre la mesa lentamente, como si cualquier ruido pudiera romper algo más.—Alejandro… —empezó—. Si vas a decir algo, dilo.Él giró por fin. Sus ojos no estaban enojados. Eso era peor. Estaban heridos.—¿Desde cuán
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