La ciudad amaneció con una quietud tensa, como si el aire contuviera la respiración antes de un trueno. En la pensión, el olor a café recién hecho se mezclaba con el murmullo de voces en la calle. Los periódicos del día no alcanzaban a anticipar lo que estaba a punto de ocurrir; apenas hablaban de “avances” y “trámites en curso”. Nadie se atrevía a escribir lo que muchos deseaban: un fallo claro, sin rodeos, que devolviera a Isadora lo que le pertenecía por derecho y memoria.
Isadora se sentó a la mesa junto a Gabriel, Clara y Elías. Nala abrió las ventanas para dejar entrar la luz. Sobre la madera, una carpeta ordenada al milímetro esperaba con las últimas certificaciones, como si todavía hiciera falta un golpe final de claridad. No era así, pero tenerlas allí daba calma.
—Hoy —dijo Clara, sin alzar demasiado la voz— el tribunal leerá el resolutivo. Nos citaron a media mañana. No habrá dilaciones.
Isadora asintió despacio. Comió algo sencillo, bebió un sorbo de café y se puso el a