El sol entraba por los ventanales altos de la mansión, iluminando los pisos de mármol pulido. El silencio reinaba, pero era un silencio tenso, como el de una tormenta que aún no estallaba. En la sala principal, la televisión seguía encendida desde la noche anterior. La imagen repetida de Isadora, rodeada por su pueblo y reconocida por los representantes de Liria, se proyectaba una y otra vez en la pantalla.
Amara bajó las escaleras aún en bata de seda. Tenía el cabello despeinado y los ojos rojos, no por sueño, sino por la rabia contenida que no la dejó descansar. Fue directo a la mesa del comedor, sirvió café en una taza de porcelana fina, pero el temblor de sus manos lo derramó sobre el mantel.
—¡Maldición! —exclamó, arrojando la taza contra la pared. El estruendo rompió la calma de la mañana.
Una empleada de servicio se apresuró a limpiar, pero Amara la detuvo con una mirada que bastó para congelarla en su lugar.
—Déjalo así. Que esta casa huela a mi furia —gruñó.
Damián apare