El día amaneció luminoso, con un cielo despejado que parecía augurar la magnitud de lo que estaba por ocurrir. En la ciudad, desde muy temprano, miles de personas comenzaron a congregarse frente a la mansión de los Condes, ahora reabierta bajo el nombre de Isadora Morel. Banderas blancas ondeaban, flores llenaban las manos de los niños, y los periodistas internacionales instalaban sus cámaras en cada esquina.
Dentro, Isadora se preparaba con calma. Vestía un traje sobrio, de tonos claros, que la hacía ver elegante y cercana a la vez. Gabriel la acompañaba, atento a cada detalle, mientras Sahira coordinaba con los diplomáticos de Liria el protocolo de seguridad.
—Hoy no hablarás solo por ti —le dijo Gabriel, mientras ajustaba suavemente un broche en su abrigo—. Hoy hablarás por todos los que alguna vez fueron silenciados.
Isadora lo miró con una serenidad firme.
—Entonces que mi voz se convierta en la suya.
Cuando salió al balcón principal, la multitud estalló en un rugido ensorde