El día después del fallo, la ciudad despertó con un aire renovado. El fallo del tribunal aún resonaba en cada esquina, en cada conversación y en cada periódico. En la pensión, Isadora se levantó temprano, con la serenidad de quien había dado un paso decisivo. Desayunó en la mesa de siempre, pan caliente, fruta y café. Gabriel la acompañaba, repasando titulares en voz baja.
—Dicen que fue el fallo del siglo —comentó, doblando un periódico extranjero.
—No fue un milagro —respondió Isadora con calma—. Fue justicia.
Mientras hablaban, afuera se oían pasos firmes y un murmullo distinto al habitual. Nala entró a la sala con una sonrisa contenida.
—Isa, tienes que ver esto.
Al abrir la puerta, Isadora se encontró con una escena solemne. En la entrada de la pensión esperaba una corte de honor enviada por los diplomáticos de Liria. Vestían uniformes ceremoniales, con insignias bordadas en hilo de plata y lirios blancos en los estandartes.
Un oficial se adelantó, inclinó la cabeza