Suiza era más fría de lo que recordaba.Pero no por la nieve ni el viento de diciembre. Sino por el silencio que nos acompañaba como una sombra. Un silencio tan espeso que dolía en los oídos, como si las palabras se hubieran congelado entre nosotros y ya no pudieran moverse.Dante y yo no hablamos en todo el vuelo. Ni durante el trayecto en helicóptero, donde el zumbido de las hélices era lo único que llenaba el espacio entre nosotros. Él miraba por la ventana, con el rostro endurecido por algo que no era solo preocupación. Era más antiguo. Más profundo. Yo no podía dejar de observar sus manos, rígidas sobre sus rodillas, como si sujetara algo invisible que se rompía por dentro.Descendimos en medio de un claro rodeado de bosque. Las montañas, gigantes mudos, nos observaban desde lejos. El aire era cortante, seco, cargado de esa electricidad que precede a las tragedias. Bajamos a pie por la ladera, envueltos en un silencio que pesaba como plomo.Yo no temblaba por el frío. Ni por mied
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