2.⁠ ⁠COMPLÁCEME

 Las emociones se agitaban dentro de mí como un océano en plena tempestad, mientras mi razón intentaba procesar lo que había hecho. Me refugié en la intensidad de aquellos ojos, en la seguridad de sus brazos, que parecían diseñados para cargar con mi tormento. No lo conocía, pero era exactamente lo que necesitaba en ese instante, el único resquicio de calma en mi mundo reducido a cenizas.

 No hubo preguntas, solo la firmeza de su abrazo, atrayéndome hacia la calidez inesperada de su cuerpo, un contraste punzante con el frío abismo que se había abierto dentro de mí. Sus labios se apoderaron de los míos con una urgencia que consumió mi capacidad de pensar, de respirar, de existir más allá de ese instante. Bebió mis lágrimas como si fueran el único néctar capaz de saciar una sed eterna, cada gota una promesa silenciosa de olvido.

 La sorpresa me invadió al sentir una metamorfosis interna, un cambio tan repentino y violento como un volcán que despierta de su letargo. La lava ardiente de emociones reprimidas brotó desde lo más profundo de mi ser, envolviéndome en una ola de calor que borraba todo rastro del frío que me había congelado el alma. Me abandoné a esa sensación, a ese calor que me impregnaba, haciendo que cada roce fuera una descarga eléctrica en mi piel, cada caricia un lenguaje nuevo y ardiente que mi cuerpo aprendía con avidez.

—Compláceme y hazme todo lo que quieras, hazme olvidar, por favor —rogué de nuevo ante su mirada interrogante—. Compláceme hasta el delirio.

  No respondió ni preguntó nada, siguió acariciando mi cuerpo apretándome contra él con todas sus fuerzas, como si sintiera la necesidad que me llenaba de fundirme con algo, con él.  Cómo si percibiera mi necesidad de desaparecer. No supe cuando dejamos de bajar e iniciamos a subir.

  El ascensor, ese cubículo metálico que se había convertido en el umbral hacia una realidad alternativa, e inició a ascender silencioso hacia el último piso. Tampoco supe cuando mi ropa se desvaneció en algún punto entre los pisos, no supe cómo ni cuándo quedé desnuda en sus brazos, solo que cada prenda que se deslizaba fuera, dejaba una estela de sensaciones a su paso. 

 En ese torbellino de tacto y sensibilidad exacerbada, mi mente se vació de todo excepto del placer puro y desbordante. Un placer tan inmenso y abarcador que eclipsaba cualquier pensamiento, cualquier recuerdo, cualquier dolor anterior. Era la primera vez que me sumergía en tales profundidades de esas caricias, de esos besos, que me llenaron de éxtasis, y no quería emerger jamás.

 Mi mente se debatía en un caos, una tormenta de emociones que chocaban y giraban con violencia. La imagen de ellos, sus gemidos, sus reclamos, permanecían en ella como si una macabra escena de una película se repitiera una y otra vez. Y en medio de esa tempestad, mi cuerpo era reclamado por este desconocido que parecía haber sabido, con alguna premonición insondable, que eventualmente me tendría así, desmoronada y suplicante a su merced. 

 Nos habíamos cruzado innumerables veces, dos figuras solitarias orbitando la misma esfera sin nunca realmente tocarnos. Nunca una palabra, nunca un saludo; éramos dos desconocidos solitarios como las estrellas fugaces en el mismo cielo nocturno, destinadas a cruzarse sin más interacción que la breve estela que dejaban a su paso y que ahora había colisionado inesperadamente.

 Él era un enigma, con una presencia que irradiaba un magnetismo silencioso pero ineludible. Y ahora, mientras me iniciaba en un territorio desconocido para mí, era imposible no reconocer su habilidad para navegar por las corrientes ocultas de deseo y necesidad. A pesar de mi nula experiencia, era evidente que él conocía cada movimiento necesario para despertar sensaciones que yo no sabía que podía sentir.

 No le avisé de nada, como si necesitara castigarme con el dolor de su introducción en mí por primera vez. Me merecía eso y mucho más por dejarme engañar doblemente. Mi prometido perfecto y mi hermana la niña mimada por todos se habían burlado de mí por tanto tiempo. ¿Por qué? No lo entendía, no comprendía por qué motivo habían hecho una cosa como aquella. 

 Las lágrimas seguían su curso por mis mejillas, cada sollozo era un eco de mi corazón roto. De mi gran frustración y confusión. Pero mis súplicas al formularlas al desconocido que me complacía sin preguntar, eran claras: quería ser poseída hasta el olvido, ser consumida hasta que no quedara nada del dolor. 

 Y él cumplió con mi ruego sin palabras, sin pedirme que detuviera mi llanto, sin cuestionar mi necesidad. Sin preguntar que me había sucedido, ¿es que acaso eso fue lo que quiso advertirme antes? ¿Habría visto a Roger y Celeste entrar en mi casa, o los habría escuchado?

—No tienes que contarme nada —me dijo con voz ronca—. Pero si necesitas hablar, estaré aquí.

No respondí. No podía. Las palabras eran encarceladas por un nudo en mi garganta del tamaño de la humillación que acababa de sufrir. Lo único que pude hacer fue mirarlo, intentando transmitir con mis ojos lo que mi boca no podía articular.

No pregunté, no quería saber nada de él. Seguí pidiéndole que me complaciera, que me hiciera olvidar. Y me complació, una y otra vez, a través de las horas que se desdibujaban en una neblina de agotamiento y éxtasis hasta que finalmente me sumí en un sueño profundo, aún entre sollozos, pero extrañamente completa entre sus brazos.

 Desperté envuelta en un abrazo que ya no me era ajeno, pero me deslicé fuera de su alcance con una suavidad que lo hizo abrir los ojos. Su mirada me siguió mientras me vestía en un silencio que se extendía como una neblina, densa y reveladora. Él, sin romper esa quietud, se levantó y se dirigió a un mueble del cual extrajo una llave ofreciéndomela con una simplicidad que desmentía la complejidad del gesto.

—Es de esta casa, puedes venir cuando quieras sin avisar —anunció. —Te complaceré cada vez que me lo pidas.

 La acepté, incapaz de encontrar palabras que pudieran navegar el mar de emociones que me ahogaba. Me acerqué y deposité un beso en sus labios, un sello de reconocimiento a lo inefable de lo que habíamos compartido. Él respondió atrayéndome, y por un instante, el calor de su cuerpo desnudo amenazó con derretir todas las barreras que había construido. Pero me solté, dejando atrás ese fuego para enfrentar el frío de mi realidad.

—Sé inteligente —lo escuché a mis espaldas— nadie te creerá si lo dices o los enfrentas ahora. Es tu palabra contra la de ellos.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP