El auto avanzaba lentamente por las calles adoquinadas del norte de la ciudad, envuelto en un silencio suave, como si ambas estuvieran saboreando el recuerdo de la visita al colegio. Afuera, los árboles formaban túneles verdes entre los que el sol se colaba tímidamente. Era uno de esos días que parecen tener el ritmo más lento, más contemplativo, como si el mundo permitiera detenerse un momento a pensar.Desde el asiento del copiloto, Sofía observaba el paisaje sin hablar, con las manos cruzadas sobre su falda azul. Su mente estaba activa, reflexiva, pero serena. Isabella, al volante, la miraba de reojo cada tanto. Conocía esas pausas en su hermana. Sabía que pronto vendría una confesión, una opinión, una reflexión madura para su edad. Y no se equivocó.—Isa… —empezó Sofía, sin quitar la vista del parabrisas.—¿Sí, corazón?—Me gustó Leonardo —dijo, sin rodeos—. Es muy inteligente. Me contó que ha leído más de veinte libros este año y que está aprendiendo japonés por su cuenta. Me par
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