Ella dudó, como siempre que él le ordenaba algo. Pero la lluvia era implacable. Corrieron juntos. Las gotas azotaban los adoquines como si tuvieran alma, y cuando llegaron al portal, ambos estaban empapados hasta la piel. Jadeaban. Se sacudían el agua como podían, y sus cuerpos irradiaban un calor extraño, nacido más del roce involuntario que del movimiento.
—Esto es ridículo —murmuró Isabella, apartándose un mechón empapado de la frente.
—Tú siempre estás en el lugar equivocado —bufó él, cruzado de brazos, chorreando agua y tensión.
—Y usted siempre con el comentario exacto para arruinarlo todo —disparó ella sin mirar, con voz baja, dolida.
Se quedaron en silencio, hombro con hombro, sin saber si odiaban más la lluvia o lo que sentían. El saco de Marcos aún cubría parcialmente los hombros de Isabella, y el calor que desprendía la tela mojada parecía arderles la piel.
—¿Qué haces realmente en este sector? —preguntó él, con la voz más baja, como si le costara tragarse el orgullo.
—¿Aho