La casa dormía. La ciudad también. Y por un momento, parecía que el mundo entero había hecho una pausa, como si respetara el silencio sagrado que envolvía a esos dos cuerpos enredados bajo una manta en el sofá de la sala. Isabella respiraba en el pecho de Marcos, su oído pegado al corazón de él, escuchando ese tambor grave y constante que le confirmaba que todo lo que acababa de pasar no había sido un sueño. Que el fuego entre ellos no era una ilusión. Que estaban ahí. De verdad. Con la piel tibia, las emociones encendidas y el alma… expuesta.Durante varios minutos, nadie dijo nada. Solo los cuerpos hablando entre sí, en ese lenguaje tácito que se aprende a fuerza de roce, de suspiros, de caricias. Marcos acariciaba lentamente su espalda con los dedos, y ella, con la cabeza aún apoyada en su pecho desnudo, mantenía los ojos abiertos, fijos en la pared lejana, como si no supiera cómo regresar a su propia mente después de haberse entregado así.—Debo ir al cuarto —murmuró Isabella, en
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