El mensaje de Jesús llega como un disparo en pleno día: "Mi oficina. Ahora."Tres palabras que hacen que el café de la mañana se me revuelva en el estómago. Me ajusto el blazer como si fuera una armadura y camino hacia su despacho, cada paso resonando como un tambor en mis oídos. La puerta está entreabierta cuando llego. Entro, pero me aseguro de dejarla abierta a mis espaldas, un escudo de transparencia contra lo que pueda pasar aquí dentro. Jesús levanta la vista desde sus papeles, sus ojos oscuros pasando de mí a la puerta abierta y luego de vuelta a mi rostro. Una ceja se eleva ligeramente, casi imperceptiblemente, pero lo suficiente para que yo sepa: ha notado mi táctica, y no le gusta. —Siéntate —dice, señalando la silla frente a su escritorio con un gesto que no admite discusión. Su voz es fría, profesional, el mismo tono que usaría con cualquier empleado. Duele más de lo que debería. —Prefiero estar de pie —respondo, manteniéndome a una distancia segura—. Tengo muc
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