Horas después, los pasillos del hospital aún olían a desinfectante, café frío y ansiedad. Nonna Vittoria caminaba lentamente, su bastón resonando sobre el piso pulido, mientras su corazón latía con más fuerza de la que se atrevía a mostrar.Frente a ella, la sala de neonatales.El cristal grueso separaba dos mundos. Dentro, incubadoras, luces suaves, tubos y mantitas blancas que parecían envolver sueños apenas nacidos. Fuera, el corazón de una abuela que temblaba.Sus ojos se llenaron de lágrimas en cuanto los vio.Una incubadora a la derecha: su nieta. Cabecita cubierta por un gorrito diminuto, rostro apacible pero fuerte. A la izquierda: el varoncito, más inquieto, con sus pequeños dedos moviéndose como si buscara algo.Nonna se acercó, apoyando sus manos temblorosas sobre el vidrio.—Cielo santo… —susurró en italiano—. Che miracolo siete voi due… (Qué milagro son ustedes dos).Sus palabras salían con amor antiguo, de ese que viene con los años, con la pérdida, con la guerra y la te
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