Cada latido de mi corazón era un martillazo contra mis oídos, ahogando hasta el sonido del agua. El cañón de la pistola de Charles presionaba contra mi sien con una frialdad que prometía el fin. Quería gritarle a Frederick, correr hacia él, pero las ataduras me mantenían anclada a ese poste de metal, y la amenaza de mi posible muerte, inmóvil.Frederick, sin embargo, era la imagen de una calma aterradora. De pie en el muelle, bajo la luz de la luna que se filtraba entre las nubes, parecía esculpido en hielo. Su voz, cuando por fin habló, era clara, firme y cortante como el cristal.—Can, esto terminó. Suelte a mi esposa —ordenó, sin alterar el tono, como si estuviera dictando los términos de un acuerdo comercial.Pero sus ojos… sus ojos azules no miraban a Charles. Se deslizaban hacia mí, por una fracción de segundo, un rayo rápido e intenso que escaneaba mi estado, buscando asegurarse de que estuviera entera. Ese vistazo furtivo, lleno de una preocupación feroz contenida, fue el únic
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