Elena tragó saliva con fuerza. Una parte de ella quería gritar, quería correr y abrir las puertas, aunque fuese imposible. Otra parte, más fuerte, la obligó a mantenerse erguida, con los hombros rectos, como si nada pudiera derrumbarla. Si caía en el mismo estado de esas chicas, se acabaría. Y ella no iba a rendirse.Lorenzo, el maldito hombre a quien su padre la entregó; o bueno, resulta que no lo es, se acercó despacio, con esa sonrisa torcida que ya le provocaba náuseas. Se inclinó apenas para quedar frente a su rostro.— Tienes esa mirada, ¿sabes? — susurró, con un tono venenoso —. Esa que creen que pueden resistir, que no van a romperse. Pero todas lo hacen, tarde o temprano.Elena lo sostuvo la mirada sin pestañear.— Tal vez tú eres quien está acostumbrado a quebrarse — respondió, con la voz firme, aunque por dentro temblaba.Un murmullo recorrió a las otras chicas. Una de ellas levantó la vista por primera vez en horas. Lorenzo soltó una carcajada ronca, casi como un rugido.—
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