El príncipe Leonard no se movía.Su cuerpo yacía tendido sobre el diván del gran salón, rígido, helado, como si la muerte ya le hubiera susurrado al oído. La quietud era tan profunda que incluso el tic-tac del viejo reloj de la galería parecía un insulto.Lady Lancaster —Violeta— permanecía junto a él, arrodillada, con las manos manchadas del vino que segundos antes había rozado los labios del príncipe. El aroma dulce y envenenado aún flotaba en el aire.—Todos, fuera —ordenó de pronto, con la voz más firme de lo que creía posible—. Médicos, consejeros, cortesanos. Fuera.Los presentes dudaron, mirándose entre sí, hasta que la reina madre alzó un solo dedo.—Obedezcan.En segundos, el salón quedó vacío.Violeta se incorporó con dificultad y caminó hacia su bolso, que había dejado junto al piano al entrar. Lo abrió con rapidez y sacó un pequeño estuche de madera negra. Lo abrió. Dentro, como un secreto maldito, reposaba una raíz gruesa, nudosa, retorcida: mandrágora.—No —dijo la reina
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