Y entonces, sus ojos se desviaron.
A la derecha de la bandeja había otra copa. Menos ostentosa. De cristal ligeramente azulado, con el emblema de una rosa doble entrelazada con una espina. La casa de la reina Elira, la mujer que acabó con tres rebeliones sin alzar una espada, solo con diplomacia y sabiduría. La única reina que renunció al trono para preservar la paz.
Emma la había leído.
La recordaba. En las páginas de Llamas de traición, Elira no era más que una nota al pie. Pero en los apéndices, en los tomos olvidados de la historia del reino, Emma había descubierto su poder. Su legado de equilibrio. De elección.
Y sin pensarlo, sin buscar aprobación, eligió esa copa.
Sus dedos, firmes, rodearon el cáliz de la rosa entrelazada.
Un gesto simple.
Una revolución silenciosa.
Lord Aldric no dijo nada. Pero su mandíbula se tensó. Por primera vez, sus pupilas se movieron. Un parpadeo. Un microsegundo de desconcierto. Como si el tablero acabara de girar sin previo aviso.
Y en el fondo, Lad