Gritos por doquier. Consejeros histéricos alzaban la voz sobre los demás, como si el volumen fuera a resolver el desastre. Algunos médicos reales empujaban, forcejeaban, intentando llegar al cuerpo del príncipe con sus cofres de instrumentos inútiles, mientras otros corrían sin rumbo, como si el pánico fuera una orden silenciosa. Guardias con las espadas a medio desenvainar miraban confundidos entre proteger y huir.
Violeta no gritó.
No corrió.
No lloró.
Se quedó inmóvil unos segundos, como si el mundo se hubiera congelado a su alrededor. Luego su mirada se dirigió a un detalle que nadie más había notado.
La copa.
La maldita copa.
Yacía volcada a escasos centímetros del cuerpo de la reina madre, derramando sobre la alfombra unas gotas oscuras y espesas que manchaban el tejido como tinta negra. No era vino. Ni por color. Ni por densidad. Ni por el olor.
Violeta lo supo de inmediato.
Un estremecimiento, frío como el hielo de invierno, le recorrió la espalda. Su mente —no la de la joven