El silencio dentro del auto era apenas quebrado por la respiración irregular de Gabriele y el temblor de mis propias manos. Iba sentada detrás, con su cuerpo recostado contra el mío, sosteniéndolo como si pudiera evitar que se desvaneciera otra vez. Sus párpados caían con pesadez, y aunque sus labios se movían en murmullos, las palabras eran inconexas. Seguía desorientado. Su cuerpo, pálido y exhausto, apenas podía mantenerse sentado.Fyodor conducía como un poseído, los dedos firmes en el volante, los ojos fijos en la ruta, apenas iluminada por los faros del vehículo. La radio del tablero estaba en silencio, pero de pronto escuché su voz, grave e implacable:—Salvatore, somos nosotros. Los tengo. Gabriele está muy mal. Gerónimo también viene. Ten todo listo. Un médico, morfina, suero, lo que haya. Vamos rumbo a Bled, pero no sé cuánto tiempo resistirá.Hubo un silencio breve en la línea, luego un “recibido” que apenas escuché por el murmullo del viento colándose por el vidrio ligeram
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