La Luna había comenzado a menguar, pero su luz todavía se colaba entre los árboles con la terquedad de una promesa que se niega a morir.Y yo estaba empezando a entender que el fuego dentro de mí no se apagaría. Que quizás, solo quizás, había nacido para arder.La batalla había dejado marcas. No solo en los cuerpos, sino en las miradas. En las cosas que no se decían durante el desayuno. En la forma en que los lobos más antiguos inclinaban la cabeza cuando me cruzaban. No con sumisión, sino con algo más profundo: aceptación.Y sin embargo, no podía evitar sentir que estaba perdiendo algo.De mí.Mi nombre, mi historia, mi humanidad… todo se sentía tan lejano. Como si Aurora, la mujer que había llegado a este bosque con miedo y orgullo, se estuviera diluyendo en Aurora, la loba marcada por el Alfa.Así que cuando Kael me ofreció un paseo al amanecer, dije que sí sin pensarlo. No porque quisiera compañía. Sino porque necesitaba aire. Distancia. Y, quizás, una maldita señal.—¿Listos? —me
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