La noche anterior había cerrado con una certeza dolorosa: Isabel ya no podía huir de sí misma. Pero al amanecer, la claridad trajo consigo el peso de lo inevitable.La casa había quedado atrás. Caminó de vuelta por el mismo sendero por el que había llegado, aunque todo parecía diferente. El cielo, más opaco. El viento, más denso. El colgante reposaba ahora como un latido persistente contra su pecho, no agresivo, pero constante, como una llama que se niega a apagarse.Al llegar al hotel, el silencio era absoluto. Ni una voz, ni un gesto. Solo la inquietud flotando en el aire, como si todos supieran que algo estaba por romperse. Isabel subió a su habitación, se lavó el rostro con agua fría, y al mirarse en el espejo, apenas se reconoció. No porque estuviera cambiada, sino porque al fin empezaba a verse.Bajó sin desayunar. No sabía a dónde
Leer más