La sangre aún le palpitaba en los nudillos. Había derribado a todos los guardias que intentaron detenerlo, sin matarlos, pero sin piedad. Su lobo rugía dentro de él, desbocado, pidiendo verla, sentirla, oír su voz… lo que fuera. Llegó a la puerta de la Torre de la Luna, jadeando, con la camisa rasgada y los ojos encendidos. —¡Aeryn! —gritó, golpeando la madera—. ¡Luna mía, soy yo! ¡Abre! Pero la puerta no respondió. Extendió la mano para empujarla… y se encontró con una barrera invisible. Magia. Antigua. Sellada. —No… no, no me hagas esto… —murmuró, golpeando con el hombro, luego con ambas manos—. ¡Aeryn! ¡Háblame! ¡Mírame aunque sea para odiarme! Pero nada. Ni un latido del vínculo. Ni una voz. Solo el silencio. Se deslizó hasta el suelo, vencido. Se quedó allí toda la noche, apoyado contra la puerta sellada, esperando. Ya no soportaba estar sin ella, casi un mes. Ya le había dado suficiente espacio. Cuando los primeros rayos del amanecer tocaron la piedra, Nerysa llegó en
Leer más