La mañana se consumía lentamente entre los cristales empañados del salón. Alanna se había mantenido en silencio desde que su madre, la señora Sinisterra, llegó esa mañana. No hablaron más allá de lo estrictamente necesario. La señora Sinisterra, por su parte, parecía caminar por la mansión como una intrusa que no se atrevía a respirar sin permiso.Pero al atardecer, cuando el cielo se tiñó de un rojo intenso, la señora Sinisterra pidió hablar en privado con Alanna en la biblioteca. Había algo en su voz temblorosa que encendió una alerta en Alanna, pero la acompañó sin emitir juicio.La biblioteca olía a madera antigua, cuero y papel gastado. Su madre se sentó frente al escritorio, con un pequeño cofre de terciopelo púrpura sobre el regazo. Sus manos, delicadas y arrugadas, temblaban al sujetarlo.—Desde que llegué esta mañana, supe que algo dentro de mí debía cambiar —comenzó—. Tal vez no recupere nunca tu confianza, Alanna, pero... quiero hacer lo que debí haber hecho desde hace much
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