Eliana estaba allí, de pie, apenas a unos pasos, con los ojos cristalinos y el alma temblando. Sus manos apretaban con fuerza el borde del vestido, como si en ese gesto pudiera contener todo lo que le estaba estallando por dentro: la emoción, el miedo, la culpa… y sobre todo, el amor. Ese amor callado, silenciado por las circunstancias, por el dolor de haber sido separada de su hijo, por el peso de los años en los que no había podido ni siquiera pronunciar su nombre sin que se le quebrara la voz. José Manuel le sostuvo la mirada y, con un gesto sutil pero firme, asintió. Era el momento. No podían alargarlo más. Ella merecía abrazar a su hijo, y Samuel merecía saber que siempre, desde el primer instante en que respiró, había sido profundamente amado.Con pasos lentos, como si caminara sobre cristales, Eliana se acercó a Samuel. El niño, aún sentado en las piernas de José Manuel, la observó con los ojos muy abiertos, curioso, algo confundido, pero sin miedo. Había algo en ella, en esa m
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