José Manuel salió de la habitación como si sus pies pesaran toneladas. No dijo una sola palabra, ni miró atrás. Su respiración era agitada, su pecho se elevaba con violencia contenida, y sus ojos brillaban de rabia y dolor. La confesión de la doctora no había hecho más que abrir una herida que nunca imaginó tener, una que sangraba traición.
Daniel lo siguió de inmediato, dejando la puerta entreabierta. Corrió tras él por el pasillo oscuro del almacén abandonado donde habían escondido a la doctora. La noche estaba fría, pero el corazón de José Manuel ardía como un volcán a punto de estallar.
—¡José! —lo llamó su amigo—. ¡Espera, por favor! ¡No te vayas así!
José Manuel se detuvo al llegar a la salida, respiró hondo y giró lentamente. Las lágrimas ya recorrían sus mejillas, aunque él no parecía notarlas.
—¿Te das cuenta, Daniel? —dijo con la voz rota, apretando los puños—. Todo este tiempo… todo este maldito tiempo… ¡ella me engañó!
—Lo sé, José… lo sé, pero cálmate, respira… —intentó d