La mañana se deslizaba con una calma inusual, como si incluso el sol hubiese decidido despertarse más lento. La ciudad, que tantas veces había sido sinónimo de caos, rugidos de motores y agendas apretadas, se sentía lejana. Difusa. Silenciosa. Solo el canto ocasional de un pájaro y el roce de las sábanas acompañaban mis pensamientos.Estábamos en casa. En nuestra burbuja. Santiago se movía con torpeza encantadora en la cocina, tarareando una melodía que apenas reconocía, vestido con su camiseta vieja y su cabello aún húmedo por la ducha. Yo lo observaba desde el sofá, mis piernas bajo una manta, una taza de té en las manos y la extraña sensación de que algo, sin saber exactamente qué, estaba cambiando dentro de mí.
Leer más