El cielo estaba cubierto de nubes grises, densas, como si el universo supiera que el día no merecía sol. La brisa era fría, pero no incómoda. Soplaba con ese tipo de fuerza suave que parece susurrar verdades que no pueden decirse en voz alta.
Frente a mí, el pequeño edificio del crematorio se alzaba sobrio, austero. Sin adornos innecesarios. Sin flores. Sin periodistas. Sin drama. Justo como yo lo había pedido.
No había lista de invitados. No hubo discursos. Solo una urna sellada, y la promesa silenciosa de que, al final, incluso los hombres más temidos regresaban al polvo.
Víctor Del Valle ya no existía.
Y sin embargo, en ese instante, ocupaba todo mi mundo.