La casa ya no sonaba igual. Las paredes, antes silenciosas y elegantes, ahora vibraban con un murmullo constante. A veces era un llanto, suave o desgarrador. A veces eran mis propios suspiros, cargados de dudas y ternura. Otras, era la voz ronca de Santiago, susurrando nanas inventadas mientras caminaba por el pasillo en plena madrugada, con nuestro hijo en brazos y ojeras marcadas bajo los ojos. Habíamos cruzado el umbral. Ya no éramos solo pareja, ni solo sobrevivientes. Éramos padres. Y nada, absolutamente nada, nos había preparado para ese salto. —¿Dónde está el babero azul? —grité desde la habitación mientras sostenía a nuestro bebé contra mi pecho, con una
Leer más