Tres días después de aquel silencio venenoso, la mansión volvió a abrirse para Kenji. Las puertas dobles giraron despacio, dejando entrar una ráfaga de aire húmedo y nocturno. Entró con paso seguro, los hombros tensos, pero sin el brillo en los ojos. Parecía un soldado regresando de una guerra privada. Julieta, sentada en el sofá con las manos sobre el vientre, ni siquiera lo miró. Su cabello caía suelto sobre los hombros y su piel estaba más pálida que nunca. Él tampoco la miró: cruzó el vestíbulo como un extraño, cada pisada resonando en el mármol. El aire era espeso, como si cada respiración pudiera encender un incendio. Las cortinas apenas se movían con la brisa; la mansión, enorme, parecía encogida, contenida, expectante. El reloj de la sala marcó un compás lento, cruel. Pasaron minutos eternos hasta que Kenji, incapaz de seguir tragándose la rabia, explotó. —¡Eres egoísta y cruel! —Tronó su voz, resonando por las paredes, por los marcos de fotos familiares, por los techos
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