CAPÍTULO 68.
Dentro del templo, los aullidos de los cachorros se alzaron como un lamento colectivo. El suelo temblaba con cada embestida contra la puerta de piedra, y el eco de la columna rota del lobo guardián aún resonaba en los corazones de los presentes.
—¡Silencio! —gruñó una anciana loba, su voz ronca pero firme, mientras se apoyaba contra la pared con sus patas temblorosas—. ¡Callen esos aullidos! Nos delatan...
Los cachorros se encogieron, sus hocicos húmedos temblando de miedo. Uno de los más pequeños, un macho gris con los ojos desorbitados, sollozó:
—¿Qué va a pasar, Siva? ¿Nos van a... nos van a encontrar?
Siva no veía desde hacía tres inviernos, pero sus oídos lo escuchaban todo.
—No si nos movemos ahora —dijo con urgencia, tanteando con el hocico las piedras detrás del altar. Buscó una hendidura, un símbolo oculto. La encontró y presionó con fuerza—. Aquí está. ¡Ayúdenme, rápido!
Una placa de piedra se deslizó con un rechinar sordo, revelando una abertura estrecha envuelta en raíces