El aire gélido de los Alpes franceses quemaba los pulmones. El grupo se ocultó entre los árboles, mientras la instalación a sus espaldas caía en un silencio antinatural, como si hubiera sido tragada por la montaña. No hubo ninguna explosión, no se veía nada de fuego. Solo una completa oscuridad.
—Esto aún no ha terminado … —susurró Fabio, ajustando sus visores térmicos—. Esto es un reinicio.
Vanessa frunció el ceño.
—Significa que alguien más controla la red, alguien que sabía que vendríamos.
Isabella se mantuvo quieta, mirando la nieve caer. Aún podía sentir la vibración del cristal, el reflejo de su propio rostro incompleto en aquel tanque. Sus dedos temblaban, no de frío, sino de rabia que sentía, de la impotencia.
Sebastián notó su tensión y puso una mano firme en su hombro.
—Isa… mírame. Eso no eras tú. Era un intento barato de imitación.
Ella giró el rostro hacia él, los ojos brillando con una mezcla de dolor y furia.
—Pero tienen mis huellas, mi código, mi… mi maldita