La tarde caía lentamente sobre la ciudad, tiñendo el cielo de tonos dorados y anaranjados. Sebastián conducía en silencio, con una expresión tranquila, pero cargada de emoción. Su corazón le palpitaba a mil por hora. Isabella, sentada a su lado, lo observaba con curiosidad.
—¿A dónde vamos? —preguntó, sonriendo levemente.
—Es una sorpresa —respondió él, sin apartar la vista del camino—. Solo confía en mí.
Pasaron unos veinte minutos, luego siguieron por un sendero de tierra. El auto se desvió hacia una propiedad privada en lo alto de una colina, donde el mar podía verse extendiéndose hasta el horizonte. Isabella frunció el ceño, sin entender del todo. La vista le resultaba familiar, pero distinta.
Cuando el auto se detuvo, Sebastián se bajó rápidamente y le abrió la puerta. Ella salió del auto, ella llevaba un elegante vestido color blanco, una gargantilla que realizaba su cuello, y unos pendientes que brillaban con el contoneo de su caminar. Isabella estaba confundida, no lograba