La luz de la mañana se filtraba por los altos ventanales de la que fuera la oficina de su abuela, bañando los estantes de madera oscura y el pesado escritorio de roble con una calidez que contrastaba con el frío que anidaba en el corazón de Olivia. El aire olía a papel antiguo, a cera pulidora y al tenue aroma a jazmín que su abuela siempre prefería. Este lugar era su santuario, el único rincón del mundo que sentía verdaderamente suyo, heredado no por sangre, sino por respeto y por el amor que su abuela siempre le había profesado.
Se sentó detrás del escritorio, sintiendo la solidez de la madera bajo sus manos. Tenía frente a sí una pila de documentos que su padre, con una frialdad burocrática que aún la hería, le había enviado para su revisión. Proyectos de expansión, informes financieros. En el pasado, Esa era su manera de mantenerla ocupada, de darle una migaja de responsabilidad sin cederle un ápice de autoridad real. Olivia suspiró recordando que nunca terminó de hacer ese trabaj