Las palabras de Lion no fueron un simple consuelo; fueron un muro de granito erigido alrededor del corazón herido de Olivia. El peso de la confesión, la vileza de la revelación sobre Beatriz y Allison, pareció disiparse un poco bajo la solidez de su promesa. No era una promesa vacía, sino la declaración de un hombre que medía cada palabra y cuya lealtad, una vez otorgada, era inquebrantable como una ley de la naturaleza.
Un camarero se acercó, interrumpiendo la intensidad del momento con la rutina mundana de tomar su pedido. Lion, con una calma que contrastaba con la tormenta que acababan de desentrañar, pidió para ambos. No consultó a Olivia; conocía sus gustos, sabía que, en un estado como el suyo, la simpleza de una pasta con albahaca fresca y un vino tinto suave sería más reconfortante que cualquier manjar elaborado. El acto, tan pequeño, fue otro ladrillo en el refugio que estaba construyendo a su alrededor.
Cuando se quedaron solos de nuevo, el silencio ya no era incómodo. Era u