Un año había pasado desde el silencio forzado de Olivia. Un año desde que el veneno de Beatriz había intentado ahogar la música de la Fundación Aurora. Pero en lugar de sucumbir, la institución había crecido, madurado, sus raíces ahondando en la tierra fértil de la resiliencia. El edificio no era solo un contenedor de arte; era un organismo vivo, un ecosistema en perfecto equilibrio.
Olivia, transformada por la tormenta, ya no era solo la musa o la cara pública. Se había convertido en la arquitecta espiritual del lugar. Su liderazgo era tranquilo, intuitivo, nacido de una empatía ahora templada por el acero de la experiencia. Había establecido un programa de "bienestar del artista", con acceso a terapeutas y talleres para manejar la ansiedad escénica y la presión creativa, un legado directo de la tragedia de Isabelle Dubois.
Lion, a su lado, era la columna vertebral práctica. Su mente analítica, una vez dedicada a descifrar mercados globales, ahora optimizaba horarios de ensayos, gest