Las puertas del ascensor se deslizaron en un silencio mortuorio, revelando el pasillo de la suite privada. El aire olía a antiséptico y a un lujo discreto y opresivo. Dos guardaespaldas de rostros impasibles, con trajes que no lograban ocultar el volumen de sus armas, custodiaban una puerta de roble macizo. Reconocieron a Caleb y, tras un breve intercambio de miradas con Andrés, quien asintió con solemnidad, le franquearon el paso.
Al abrir la puerta, la habitación se reveló como un espacio amplio y luminoso, más parecido a una suite de hotel de lujo que a un cuarto de hospital. La luz de la tarde se filtraba por los grandes ventanales, iluminando los muebles de diseño y los arreglos florales costosos que llenaban la estancia. Pero el centro de todo, el epicentro de un silencio cargado de electricidad, era la cama.
Olivia yacía entre sábanas de hilo blanco inmaculado, pálida como la cera, con la luz resaltando las ojeras violáceas bajo sus ojos. Llevaba puesta una bata de seda color m