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En el hospital, Kian salió de la habitación y enseguida notó a Laura, de pie en un rincón del pasillo, ensimismada en sus pensamientos. Él avanzó con el ceño fruncido, sacó una cajetilla y encendió un cigarro con un chasquido.
—¿Sigue inconsciente el señor Álvaro? —preguntó Laura, alzando la vista.
—No… ¡Maldita sea, Laura! Fue un error hacerte caso. Tendría que haber matado a Gabriela con un tiro en aquel momento. A lo sumo, cuando el joven amo despertara, que me liquidara a mí. ¡Cualquier cosa sería mejor que este desastre! —bufó Kian, soltando el humo con rabia.
Laura guardó silencio.
—Si hubieras visto lo de esta mañana… ¡Ese desgraciado de Cristóbal estaba abrazando y apapachando a Gabriela delante de mi señor! ¡Le dio tanta rabia que terminó escupiendo sangre! —gruñó, dándole otra calada al cigarro—. ¡Este año, ni la familia Zambrano ni los Santiago van a librarse!
—Antes de que el señor Álvaro regresara al hospital, firmó unos papeles —dijo Laura con la mirada perdida en el