Mientras tanto, Fernanda llegó a su casa con un humor de perros. Una empleada doméstica se arrodilló para ayudarla a quitarse los zapatos, pero, presa de los nervios, rozó el empeine de Fernanda. Ella frunció el ceño con desagrado y la pateó:
—¡Torpe! ¡Ni para cambiarme el calzado sirves!
—Disculpe, señorita, tendré más cuidado la próxima vez… —suplicó la joven.
Ese ruego solo enojó más a Fernanda:
—¡Mayordomo! ¡Llévatela de aquí!
El mayordomo acudió apresurado y ordenó a dos personas retirar a la criada, que seguía llorando y pidiendo perdón. Fernanda avanzó hacia la sala y, desde el piso superior, bajó una mujer de porte majestuoso y elegancia extrema.
—Volviste de mal humor. ¿Ahora quién te hizo enfadar? —preguntó la mujer.
—Mamá… —murmuró Fernanda, bajando la vista. Desde que vio a esa señora, su altivez se esfumó.
La mujer vestía una bata de seda con plumas de avestruz, avanzando con paso lento hasta situarse frente a Fernanda.
—Oí que hoy hiciste un escándalo y saliste perdiendo.