CAPÍTULO — EL DÍA EN QUE TODO ARDE
El tribunal no era un edificio esa mañana, sino una herida abierta en el centro de la ciudad. Los escalones de mármol parecían más altos de lo normal, como si cada persona que los subía llevase consigo el peso de sus propios pecados, y la luz que entraba por los ventanales antiguos no iluminaba, sino que cortaba los rostros, las sombras y los nervios como una cuchilla blanca e implacable.
El aire no olía a justicia.
Olía a guerra.
Victoria Montaldo lo supo incluso antes de pisar el primer escalón.
Se detuvo un segundo en la escalinata, cerró los ojos apenas, no para rezar, sino para recordarse quién era, quién había sido y quién ya no estaba dispuesta a volver a ser. Inspiró despacio, como si necesitara llenar de oxígeno cada parte del cuerpo para sostener lo que vendría, y exhaló más lento aún, buscándose firmeza en el ritmo de su propia respiración. No necesitaba valor… necesitaba sostenerse.
A su lado, Samuel permanecía erguido, envuelto en un tra