Capítulo 61. El precio del silencio
Mauricio jugó la única carta que podía aceptar. Apenas llegó Mimí, le pidió que contactara a Harry Collins, y como lo esperaba, el hombre accedió a atenderlo, en su casa, para después del almuerzo.
El despacho de los Collins olía a poder y dinero viejo: madera encerada, whisky añejado, y retratos familiares con marcos dorados. Lo curioso es que la mansión no era conocida por ser de la familia Collins, pertenecía a su esposa. Y ella jugaba bien su papel. En realidad era ella la matriarca de todo. Y Harry Collins, solo un pelele.
Un inglés que se jactaba de un rancio abolengo completamente inútil en Norteamérica.
Sin embargo, como todo un aristócrata, impecable en su traje azul, y con una pipa en la boca, estaba detrás de su escritorio. A su lado, su esposa —elegante, altiva, con la seguridad de quien nunca ha tenido que pedir perdón.
Mauricio dejó su portafolio sobre la mesa sin prisa.
— ¿Es usted Mauricio Leal? —Inquirió Iris Collins—. El gobernador tiene grandes pl