Pelirroja sin nombre.

La tinta del lapicero manchaba sus dedos, pero Alan no se dio cuenta.

Estaba concentrado, una vez más, en las sombras de un rostro que ya conocía de memoria; la curva delicada de los labios, la línea alta de los pómulos, los ojos grises más grandes que había visto, esos que con cierto cansancio lo miraban iluminados.

La pelirroja.

Eso era todo lo que sabía de ella, ni siquiera conocía su nombre, su historia, o porqué, siendo tan elegante y con ese porte millonario, terminó viviendo en los suburbios.

Lo único que sabía lo había deducido por su manera de hablar. No era una santa, tampoco un demonio, pero se había desviado del camino y él lo entendía cada vez que pensaba en Anya.

Porque en otra ocasión, si las circunstancias fueran distintas, él jamás se habría acercado a ella; una mujer casada. Pero ahora no había un solo día en que no imaginara cómo sacarla de esa mansión.

Imaginaba escenarios en los que se deshacía de Edward sin que Anya saliera afectada, pero en todos, él ya no pod
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