Niña consentida.
La tarde había caído sobre la mansión Castelli, mientras Anya y su madre se ponían al corriente sobre sus vidas mientras estuvieron separadas.
Las ventanas abiertas dejaban entrar una brisa suave que arrastraba el perfume de las flores del jardín, mientras las cortinas de encaje se mecían suavemente, como si escucharan la conversación íntima que se desarrollaba entre madre e hija.
En la habitación infantil que una vez fue de Anya (ahora decorada provisionalmente para los trillizos) el silencio era tan acogedor que Anya no podía evitar sonreír.
Los bebés dormían tranquilamente sobre la cama acolchada, rodeados por almohadones, mientras Anya se sentaba en la cabecera de la cama.
El papel tapiz azul cielo detrás de ella hacía resaltar el brillo de sus ojos. Isabel estaba cerca, revisando los últimos cajones de la cómoda, pero tras el gesto tierno del lazo de satén sobre Elara, sus manos se habían quedado quietas, solo mirando a Anya.
“No eras exigente. Eres mi hija, tienes todo el de