“¡Italia!”
A Dylan se le disparó el corazón. Alcanzó a dar dos pasos hacia la puerta antes de detenerse en seco y obligarse a calmarse.
“No. Todavía no debía irse.”
—Dylan, todavía hay vuelos a Italia —avisó uno de sus hombres por teléfono—. ¿Quieres que te reserve el más temprano?
—No. Tengo asuntos que resolver aquí —respondió tras pensarlo un momento y colgó.
Se quedó de pie en el patio. Parecía que, de una noche a otra, el otoño se había ido y el invierno caía de golpe. Llevaba poca ropa; en otros años, a esa hora, María le habría puesto a la fuerza un abrigo sobre los hombros, una y otra vez, sin cansarse.
“Hace frío afuera. Tu salud no es buena. No sabes cuidarte. ¿Qué harías sin mí?”
Entonces él solo sonreía. Estaba seguro de su amor; estaba seguro de que ella no podía vivir sin él. Con esa coraza, permitió que otros la lastimaran una y otra vez.
Subió al segundo piso. Detrás de la puerta, Emilia golpeaba sin parar; había gritado tanto que tenía la voz hecha trizas.
—¡Déjenme sa