El rostro de Alberto mostró una grieta de dolor.
Después de una pausa, continuó:
—Ella… tiene un corazón blando.
Dulcinea recordó que, dos años atrás, Ana le había ayudado mucho cuando fue a Bariloche para cuidar de la familia de Leandro. Estaba profundamente agradecida.
Estaba a punto de hablar, pero se detuvo al ver la expresión de su hermano.
De repente, preguntó:
—Hermano, ¿te gusta ella?
El rostro de Alberto reflejaba dolor, pero no lo negó. Pidió un cigarrillo al guardia y, mientras lo encendía, pensó en aquella tarde en su oficina, cuando vio a Ana por primera vez de verdad…
La luz era tenue, y el rostro de Ana, aunque triste, era hermoso.
En el pasado, Alberto solo pensaba en su trabajo y en la venganza, rara vez pensaba en mujeres, y las veces que había satisfecho sus necesidades fisiológicas eran contadas.
Pero al ver a Ana, comprendió que no era un santo, que también tenía los deseos más básicos y secretos de un hombre.
Cuando el cigarrillo se consumió, sonrió con amargura: