Observaba en silencio a Leandro, quien, a pesar de las heridas, mantenía un aire distinguido y atractivo.
Luis esbozó una leve sonrisa, saboreando las palabras:
—¿Tomados de la mano? ¿Qué mano agarraste?
Ya de pie, tomó el bate de béisbol con decisión.
Leandro levantó la mirada, fijando sus ojos en el hombre que tenía enfrente; todavía no podía creer que aquel fuera el esposo de Dulcinea… Dulcinea, tan delicada y frágil, contrastaba con su esposo, de naturaleza brutal.
Leandro apretó los dientes y dijo con esfuerzo:
—¡Lo nuestro es puro! Podrás poseer su cuerpo, pero nunca conquistarás su alma. Ella siempre será libre, siempre volará sin ataduras.
Luis, con desdén, apartó unos papeles a un lado.
¿Estudiaba filosofía?
Soltó una risa cortante y, sin una palabra más, se calzó unos guantes blancos y unas gafas de protección. Entonces, sin más preguntas, bajó el bate…
Las manos de Leandro quedaron destrozadas.
Entre gritos desgarradores, Luis bajó la mirada y sonrió sutilmente:
—Este es e